miércoles, 4 de diciembre de 2013

O un pedro ximénez


Hay al menos un ingrediente que no puede faltar en una cocina. No es el aceite de oliva ni el ajo ni la sal; tampoco es el menaje y ni siquiera se trata del fuego. Es un ingrediente contradictorio, pues resulta barato pero tampoco abunda. Se llama imaginación. 

Sin una pizca de imaginación, millones de madres y de padres no podrían alimentar a sus hijos y la humanidad se habría extinguido hace varios milenios.

La imaginación se utiliza mucho para complicar las cosas sencillas y entonces se la confunde con la fantasía, que es un aliño diferente y resulta muy apreciado en las cocinas de alto standing, o de standing normal pero televisado. Lo mejor de la imaginación es que convierte en fáciles las cosas complicadas y entonces el común de los mortales no la llaman imaginación, sino destreza, maña, experiencia y hasta chiripa.

Con fantasía se puede componer un menú fantástico, y con imaginación es posible confeccionar un fantástico menú, una comida sencilla de preparar, barata, nutritiva, sana y apetitosa. Hay muchos ejemplos, pero sólo voy a poner uno.

Ponga al fuego un recipiente hondo lleno de agua en tres cuartas partes de su capacidad. Añádale al agua una hoja de laurel, un trozo de apio y unos cascos de cebolla.  Pele cuatro o cinco langostinos frescos por comensal y deposite en el recipiente las cabezas y los demás residuos resultantes de limpiar el marisco que, una vez descortezado, reservará en un plato.

Pele ocho o diez dientes de ajo y córtelos en láminas. Lave un pimiento verde, una cebolleta grusa, un par de zanahorias, un puerro, y doce o más vainas de judías verdes. Pique cada uno de estos ingredientes en trozos pequeños. Lave también una hoja de laurel.

Ponga al fuego un recipiente de boca amplia con dos o tres cucharadas de un buen aceite de oliva. Cuando el aceite empiece a templarse, añádale, por este orden, el laurel, las láminas de un par de dientes de ajo, la cebolleta, la zanahoria, las judías verdes, el pimiento y un poco de sal. Remueva con una paleta de madera y sofría a fuego moderado.

Una vez que la cebolla haya alcanzado el estado de transparencia, ponga en el recipiente carne de magro de cerdo ibérico cortada en dados no muy grandes. Remueva hasta que la carne cambie de color y muestre signos de que empieza a cocinarse. Añádale un tazón o más de guisantes, frescos o congelados, y una cantidad similar de espárragos silvestres. Si son frescos, mejor, pero también valen los congelados.

Dele un vistazo al recipiente en el que se están cociendo las cabezas de los langostinos y, si lo considera necesario, retire la espuma con la espumadera.

Copa de pedro ximénez. (Imagen bajada de Internet)
Vierta sobre la carne de cerdo y las verduras que está rehogando medio vaso de vino blanco y suba la potencia del fuego sin dejar de remover. Una vez que el alcohol del vino se haya evaporado, añada media taza del clásico arroz bomba por comensal y remueva para que el grano absorba los sabores de las hortalizas, del vino y de la carne. A continuación, ponga agua en el recipiente hasta alcanzar tres cuartas partes de su capacidad. Antes de que el caldo resultante empiece a hervir, pruébelo y rectifique la cantidad de sal si fuese necesario. Una vez que se haya iniciado la ebullición, vaya bajando paulatinamente la intensidad del fuego, que deberá ser mínima cuando el arroz ya esté casi cocido.

Dele otro vistazo a las cabezas de langostinos y retire el recipiente del fuego, pues el caldo de marisco ya estará listo. Aproveche el calor de ese mismo hornillo para calentar medio dedo de aceite de oliva en una sartén amplia. Eche en el aceite dos o tres cayenas pequeñas, pero visibles y controlables, y fría en ese aceite el resto del ajo laminado. Retírelo cuando empiece a dorarse y resérvelo mientras continúa friendo las cayenas en el aceite.

Ponga en esa sarten los langostinos limpios que había reservado y cocínelos durante un par de minutos, vuelta y vuelta. Retírelos y resérvelos en una fuente. 

Casque uno o dos huevos por comensal y fríalos en el mismo aceite en el que ha cocinado los langostinos.  Retire y tire las cayenas, ponga los huevos fritos en la fuente con los langostinos, añada las láminas de ajo frito y, si lo considera oportuno, una o dos cucharadas del aceite que haya quedado en la sartén.

Pruebe el arroz con magro de ibérico y verduritas y, si está en su punto, retírelo del fuego y llévelo a la mesa, en la que debe haber pan tierno para mojar en los huevos.

Tanto el arroz como los huevos con langostinos pueden acompañarse con una copa de vino varietal; preferiblemente un buen blanco.

El postre de este sencillo menú puede consistir en fruta del tiempo, en una jícara de chocolate negro y hasta en una copa de pedro ximénez o un oporto dulce.


Las migas del plato


Primero.- El magro debe ser de cerdo ibérico, pues su sabor es incomparablemente mejor que el de cualquier otra especie porcina.

Segundo.- En lugar de langostinos frescos pueden utilizarse langostinos congelados, incluso ya pelados, o gambas igualmente peladas y congeladas. Los productos congelados no alcanzan el buen sabor de los frescos, pero pueden resultar más asequibles y dan menos trabajo. Eso sí, en el caso de utilizar marisco congelado es necesario esperar a que se descongele, hay que lavarlo en el chorro del grifo y escurrirlo bien, pues de no hacerlo así soltarán agua en la sartén, el aceite se convertirá en un caldo y en vez de freírse se cocerá.

Tercero.- Para comprobar el grado de picante adquirido por el aceite en el que se fríe la cayena puede poner en la sartén un trozo de pan y probarlo. No se limite a morderlo, cómaselo pues el picor es más intenso en el retrogusto. 

Cuarto.- Una vez que esté frío, el caldo de cocer las cabezas de los langostinos o las gambas se cuela y se guarda para cocinar otro día un arroz o unos fideos gordos.

Buen provecho.


José Joaquín Rodríguez Lara


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