En El Almamed se ha secado un alcornoque. Es un árbol juvenil, de unos veinte años, que nunca había sido descorchado. Crecía cerca del corral de los cochinos, pegado a la pared medianera, y se ha secado en cuestión de días, casi de horas, pues cada vez que voy al Almamed recorro las paredes de este cercado familiar para ver si los jabalíes han abierto algún portillo más y necesito volver a recolocar las piedras. En mi anterior visita no noté nada raro y el alcornoque estaba frondoso. Pero se le han secado todas las hojas y se le han caído; está pelón y tiene las ramas muertas. Ignoro si aún le late el corazón.
El año pasado también se secó un alcornoquillo, casi un bebé, distante unos veinte metros del que se ha secado ahora. Me dolió porque era bonito y estaba en muy buen sitio, pero no me preocupé. Era pequeño y como él hay muchos en Almamed. Con unas tijeras de podar le había quitado las ramitas bajas del tronco y supuse que era yo el culpable de su muerte, por haber hecho algo mal al darle esa poda de crecimiento. Pero al que se ha secado ahora no le había tocado. Estaba intacto, con todas sus ramas. Lo miro y remiro buscando la cicatriz de un rayo o algún otro daño en el bornizo, pero no hay rasguños en su corcha. Mi preocupación aumentó al descubrir que, en un radio de 25 metros, al otro lado de la pared, se han secado otros tres alcornoques, más pequeños. Las encinas están intactas en esta zona, en la que hay muchos pies en plena producción y también muchos renuevos a pesar de que el suelo del Almamed y de las cercas colindantes parece más apropiado para los alcornoques -que se renuevan por sí mismos, sin necesidad de repoblar-, que para el encinar. Las encinas crecen más despacio.
Buscaba yo entre las copas del arbolado una explicación a estas inesperadas defunciones cuando sobre mi cabeza volvió a cruzar la cigüeña negra. Estirada, silenciosa, sin mover ni un músculo, como si en vez de plumas estuviese cubierta de jabón y en lugar de volar se resbalase entre las sábanas que el viento tendía a lo largo de la tarde. La cigüeña volaba hacia poniente. Siempre que la veo en Almamed vuela hacia el Oeste; seguramente tiene el dormidero y hasta hará el nido entre los brazos de algún gran alcornoque en las sierras del suroeste, pues en el entorno del Almamed abundan los riscales, pero no hay roquedos escarpados y con suficiente envergadura para que la cigüeña negra se sienta segura. Tampoco hay tendidos eléctricos y, además, a las cigüeñas de negro no les gusta subirse a los postes de la luz.
Fotografía de Phytopthora, el hongo causante de la enfermedad de la seca que ataca a encinas y alcornoques. (Imagen publicada por el CICYTEX, Centro de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Extremadura)
Mientras seguía caminando en círculo para revisar el estado de las paredes del cercado -tengo que terminar de echarle el mondongo y ponerle las tapas al último portillo que levanté-, no pude dejar de darle vueltas a lo ocurrido con los alcornoques. Cuatro pies han pasado en una semana de ser plantas frondosas a estar secos y quebradizos como la paja. ¿Los habrá matado la seca, esa plaga que se ceba con la dehesa? Mi preocupación va en aumento. Dicen que el mal de la seca lo causa un hongo que está en las raíces de encinas y alcornoques, así que no conviene desenterrar las plantas muertas para no esparcir las esporas y propagar la enfermedad. Casi sin darme cuenta, como el ensimismado espectador de un partido de fútbol que intenta rematar el balón al que no llega el futbolista, removí el pasto, la hojarasca y la hierba del suelo buscando las malditas esporas de la seca. Esfuerzo inútil, ya lo sé, pues, si las hay, estarán enterradas y no se ven a simple vista, pero ¿quién se resiste a expulsar de su casa al bichejo que le roe el mobiliario más preciado?
Lo que sí encontré fue una seta. No soy micólogo y, aunque tengo en casa varias guías de setas -la mejor es la que editó Iberdrola-, apenas distingo a la Lepiota, a la Amanita muscaria, que es muy venenosa, y nada más. Creo que la que vi en Almamed era un boletus; al menos, eso es lo que me dicen los libros. Las dehesas producen muchas especies de setas, entre las que hay algunas de gran valor culinario y económico, como los famosos gurumelos, que son hijos del feliz ayuntamiento de España y Portugal, para regocijo del Alentejo y de Extremadura.
Es increíble la cantidad de productos -setas, bellotas, leña, carbón, porcino, ovino, vacuno, caprino, aves de corral, caza, miel, sumideros de CO2, espárragos, orégano, paisajes, paz, tencas, belleza, cigüeñas negras, jinetas, rapaces y otras reliquias faunísticas, además de inspiración, de entretenimiento, de corcho... De corcho... No sé qué hacer con el alcornoque muerto, pero no tengo la intención de desenterrar sus raíces. A los cadáveres hay que darles tierra o incinerarlos, que en este caso quizá sería lo mejor. Su corcha podría haberse convertido en el tapón de un gran vino, en unos zapatos o en un bolso, pues el corcho es uno de los bienes más preciados que nos proporciona la dehesa, pero ya ha perdido casi la totalidad de su valor comercial. Ahora, cuando la madera se pudra, tal vez pueda emplear el canuto vacío que forme el corcho para proteger los balbuceos de otro aprendiz de alcornoque o las primeras hojas de un proyecto de encina en el corazón de El Almamed, donde fisga la zorra y, plegando las alas, la becada se deja caer entre las sombras del jogarzo, que de este modo llamamos por aquí al jaguarzo.
Brindo por todo ello y por su futuro. Y brindo con una copa de cava de Almendralejo, pues cada vez que se descorcha un vino que esté protegido con tapón de corcho, no sólo se reduce el sudario de plástico que cubre al mundo, sino que se riega con mosto la savia de un alcornoque, la montanera de un cochino ibérico, el gruñido de los rayones del jabalí, el otoño de un rebaño, el vuelo de la cigüeña negra, la mirada penetrante del gran duque, del impresionante búho real,... y brindo, también, por las manos que tapan portillos y levantan cercados de piedra convirtiendo las lindes en el mejor ecosistema de carácter natural construido por el ser humano, en un paraíso de vida para insectos, reptiles, roedores y, desde luego, para bellotas que serán el punto y seguido del alcornocal, de los encinares y, también, de los futuros portillos.
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