viernes, 22 de abril de 2016

Un abrazo a 80 por hora


José Joaquín Rodríguez Lara


Recorrer Extremadura siempre es una delicia, pero especialmente ahora que la primavera está rabiosa.

A pie, en bestia, en bicicleta, en moto, sobre quad, en autobús, en todoterreno, en barco -que sí se puede-, en tren -bueno, en tren no, que no hay tal; en tartana ferroviaria-, en ala delta, en parapente, en ultraligero, en avioneta, en avión... ¿En avión tampoco? Vaaale, es un avionino, pero a veces, hasta vuela.

Extremadura, que está llena de momentos increíbles, aprovecha la primavera para sacar a relucir sus mejores galas. Se abrocha con el oro de los ranúnculos y se viste de encinas en flor, de campos pintados por el azul profundo de las vivoreras, por el amarillo y el blanco de las magarzas, por el rojo de las amapolas, por el rosa de los jaguarzos, por el verde rabioso de la hierba, por la magia transformista de las orquídeas, por el perfume aceitado de las jaras y por la cordialidad inmarchitable de sus gentes. De la buena gente extremeña.

Extremadura tiene mucho de jardín bravío y algo de muchacha descalza que juega al escondite en las aguas de los arroyos, viendo como suben hacia el norte las caravanas de caravanas cargadas de campistas caravaneros, y como bajan hacia el sur las procesiones de moteros cofrades, que no gastan cera, pero queman mucha goma, camino del santuario motociclista de Jerez.

Y en mitad de esta explosión de los sentidos, entre el verde de los alcornoques, el blanco de la flor de la jara y el negro del misterio, en una antigua curva de 'Las Curvas de la Chatarra', en la carreterilla de la vergüenza que todavía separa a Badajoz de Cáceres a través de la Sierra de San Pedro, los ojos se sorprenden con dos personas -una mujer madura y otra que pudiera serlo también, pero que igualmente podría ser un hombre, pues está de espaldas y no se le ve la cara-, de pie junto a un automóvil parado. Las dos están fundidas en un abrazo. Literalmente fundidas. No se mueven, no gesticulan. Sólo se abrazan entre los labios florecidos de ambas cunetas. Se abrazan con una fuerza que da pocas respuestas y hace muchas preguntas.

En la carretera que separa a Cáceres de Badajoz, entre el verde del ramaje, el blanco de los pétalos y el negro del olvido, hay una vieja curva, habilitada como zona de descanso, hay un turismo de tipo berlina, posiblemente de la marca Mercedes, de color burdeos y dos personas que se abrazan. ¿Qué emociones sellan con ese abrazo?

Ahí, entre los alcornoques y las jaras, no hay una estación, ni un muelle ni tampoco un aeropuerto. No es un lugar de despedidas ni de bienvenidas. Es un rincón para detenerse, para estirar las piernas, para respirar el perfume de las jaras y para llenar el aire de interrogantes. Muchas preguntas; pocas, muy pocas, respuestas.

Sólo hay un vehículo. Estacionado. Dos personas viajan en él. ¿Qué les une? ¿Qué les separó mientras circulaban para necesitar un abrazo tan profundo, tan de enredaderas dándose mutuo sustento? ¿Por qué han salido del vehículo para abrazarse? Para darse un abrazo, tan auténtico, que parece haber sido esculpido en mármol por las manos de Bernini como regalo para los ojos del asombro. Para miradas que pasan a 80 kilómetros por hora. Unos ojos que latirían a 120 kilómetros por hora, si Badajoz y Cáceres tuviesen una autovía para poder fundirse en un abrazo de carretera.

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