martes, 25 de octubre de 2016


El papa Francisco echa de sus casas a los muertos 


José Joaquín Rodríguez Lara


El asunto carece de trascendencia, pues sólo afecta a los católicos muy disciplinados, pero asombra que la Iglesia le prohíba a las familias de los difuntos incinerados que conserven las cenizas del muerto en su propia casa.


El papa Francisco firma un documento, redactado por la Congregación para la Doctrina de la Fe –lo que antes era el Santo Oficio–, en el que se ponen trabas muy serias a la cremación de los cadáveres y a la conservación de las cenizas en las viviendas, así como a la dispersión de las mismas por tierra, mar o aire, y a su manufacturación para convertirlas en un pisapapeles o en cualquier otro objeto inanimado.


Conste que el papa Francisco merece todos mis respetos. Me parece una persona ejemplar. Pero creo que en este asunto no sólo se equivoca, sino que da tres zancajadas hacia atrás. Y tal vez me quede corto. Afortunadamente, su decisión no es tan grave como cuando el Vaticano demonizó el uso del preservativo, utilizado con fines preventivos contra el Sida, pero en mi opinión sí tiene bastante de antojo retrógrado.


La cremación de los cadáveres es una práctica más antigua que la propia Iglesia. En sí misma no es ofensiva para los muertos ni nociva para los vivos. Es mucho más higiénica y menos problemática que la inhumación en nichos, panteones o en tierra.


Antiguamente los cadáveres se enterraban en los templos; más cerca del altar mayor en la medida que el finado había sido jerárquica o monetariamente más poderoso. Muchos cuerpos se almacenaban en los carnarios, una especie de fosa común, que se cerraba y se reabría con cada entierro. Pero llegó un momento en el que los muertos ya no cabían ni en los suelos ni en las paredes ni en las criptas ni tampoco en los atrios de las iglesias, por lo que se construyeron cementerios a las afueras de las localidades. En el campo. Para convertir esos recintos en campos santos, en los nuevos cementerios se levantaron ermitas, templos en los que casi no se realizaban actos de culto. Y para que los fallecidos estuvieran lo más cerca posible de la santidad, a las ermitas de los camposantos se llevaron reliquias. Por eso muchas de ellas están bajo la advocación de algún mártir.


Huesos, dientes, uñas, cabellos, sangre, vestidos, andares... Todo se aprovechaba, todo valía. El tráfico de reliquias se convirtió en un próspero negocio y los cuerpos de muchos santos fueron destazados, cuando no multiplicados, para esparcir sus huesecillos por el mundo y que hubiese las reliquias necesarias para satisfacer la demanda creciente. Vamos, que algunos santos quedaron hechos polvo, molidos en porciones diminutas que hasta se podían tener en casa o llevar colgadas del cuello sin problemas. ¿No estuvo la mano incorrupta de santa Teresa de Jesús junto a la cabecera de Franco?


Pues lo que la Iglesia ha hecho durante toda su existencia con los restos de las personas santificadas, la Congregación para la Doctrina de la Fe prohíbe ahora que se haga con los difuntos sin santificar, como si una cosa fuera los muertos de la gente y otra muy distinta los muertos de la Iglesia.


Redacta la Congregación y rubrica el papa Francisco que los difuntos no deben ser incinerados ni repartidos sus restos entre los deudos ni esparcidos por el mundo ni tampoco conservados en el armarito de la sala de estar, junto al televisor, donde tantos días de gloria pasó el ahora finado antes de volver a ser polvo a la espera del Juicio Final.


En una urna con forma de copa y dentro de casa es donde menos incordia un muerto. Sigue presente en la vida de su familia, no hay que llevarle flores al cementerio en pleno noviembre y tampoco contamina el aire ni el agua ni la tierra.


Además, ¿dónde va a descansar con más paz un difunto que en su propio domicilio? Por más vueltas que le doy no alcanzo a comprender la pertinencia de la prohibición, santo Padre. Cada finado en su casa y Dios en la de todos. ¿Por qué no se deja a los muertos en paz?




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