sábado, 4 de marzo de 2017

El ocaso de las pilistras


José Joaquín Rodríguez Lara


No hay en el mundo maceta que haya hecho más pasillos que las pilistras. También es la que más veces lloró bailando bajo la lluvia en el aire cuadrangular de los patios.


La Real Academia Española llama aspidistra a la pilistra, pero no hay que tenérselo en cuenta. Tampoco llama maceta a la maceta, sino que usa la palabra maceta para denominar a catorce cosas distintas, a cada cual más estrafalaria. La Real Academia no sabe de pilistras ni de macetas. ¡Qué se le va a hacer!


Las pilistras nacieron para hacer guardia en el pasillo, como "civiles jamás floridos", según dice el verso de 'La tierra al fondo', mi primer libro. Tapizan con sus grandes hojas los zaguanes, flanquean de verde los recovecos de la avenida doméstica y le dan vida a la cal, al ladrillo, a la piedra y a la penumbra de los soportales interiores.


Es la suya una vida humilde, modesta, callada. La pilistra es la resignación hecha maceta. Hermana del silencio, hija de la sombra, amante del sosiego, almohada de las horas.


Nadie se adorna con una hoja de pilistra. Nadie la lleva al centro de la mesa o la utiliza para cortejar. La pilistra es un ser condenado a pasar desapercibido en la luz tamizada de su cenobio. Incluso cuando tienen la suerte de vivir en un patio, coronando de verde el surtidor de una fuente, los ojos se van a la dulzura de los geranios, a la pasión del clavel, al hipnótico aroma de la rosa, a la seducción anochecida del jazmín... ¿Quién se fija en la pilistra?


Para que la pilistra salga al aire libre de los corrales o a la ventolera de las calles, tiene que estar lloviendo o ser el día del Corpus. Entonces, a veces, sí. Cuando llueve se permite que las pilistras abandonen la férrea formación de sus puestos de guardia y se agrupen, para bailar y acicalarse las hojas, bajo los goterones que les escurren por las carnes de las corvas. A las pilistras les gusta la lluvia. Pero no tardan en volver a su cuartel, al pasillo, donde, firmes sobre sus tiestos, las pilistras rumian las horas, en pie, con la cabellera recogida por un galón que hace las veces de cintillo, esperando que, con un poco de suerte, las saquen a la calle para flanquear el paso de algún desfile procesional. Tienen entonces la ocasión de compararse con las pilistras de la vecina. Esta tiene más hojas, a esa le sobra tiesto, a aquella le han metido la tijera para eliminar las puntas secas de su verdinegra melena...


Hubo un tiempo en el que las pilistras eran las reínas de las macetas. Se comerciaba con ellas, voceando, a duro la hoja, púas aparte, como si fuesen artículos de primera necesidad. De una matrona verde y lustrosa se hacían hasta tres, partiendo con sapiencia su cepellón para incrementar las ganancias. Las pilistras iban de casa en casa, con el tiesto apoyado en la cadera de las mujeres -muchas de ellas gitanas-, mientras se pregonaban sus bondades, se contaban su hojas y se regateaba su precio.


Ese tiempo ya pasó. Lo arrastró el viento. Se fue, lo mismo que el pastoreo de los pavos para Nochebuena, y ahora no es fácil encontrar una buena pilistra, experta en procesiones, que esté en venta. A euro la hoja, púas incluidas. Las mejores siguen haciendo guardia en los zaguanes, en los pasillos y los patios interiores de las viejas casas solariegas. Pero no se venden. O se venden con la casa, como si fuesen los pilares que sostienen las bóvedas. En las floristerías hay rosas de pitiminí, abundan las orquídeas y el cyclamen, se ven hortensias, azaleas... Las pilistras son tan resistentes, duran tanto las pilistras, que debe de resultar un mal negocio ponerlas en el escaparate. Si al menos se pudieran vender con el bicho que se las come incorporado, como se hace con los geranios.


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