miércoles, 24 de octubre de 2018


La cuerda floja de los días


José Joaquín Rodríguez Lara



Tal vez los recuerdos sólo sean un daño colateral de la memoria, una excrecencia ineludible por el mero hecho de haber vivido, simples huellas en el barro del camino.

Es posible que no sean los sillares, los mampuestos y ladrillos con los que se levanta el muro de contención del olvido, sino elementos extraños adheridos a él, a sus recovecos de cemento neuronal, del mismo modo que la arena se adhiere a la piel en la playa.

No se puede vivir sin memoria, sin saber dónde está la fuente que nos apagará la sed, dónde el alimento, dónde el refugio, dónde el lecho... No hay vida fuera de la memoria. Sin memoria, apenas si se puede ser, pero existir despojado de la memoria no es vivir. No puede serlo.

Aunque sin memoria no se pueda vivir, no sé si se puede existir sin recuerdos. Los recuerdos son otra cosa. No recurrimos a ellos continuamente, de forma automática, como si formasen parte del sistema nervioso central que nos conserva calientes, que nos refrigera, nos mantiene en vela, nos sumerge en el sueño y, en definitiva, gestiona nuestra existencia en todo momento.

Los recuerdos están almacenados en algún pasillo de nuestro ser y recurrimos a ellos, voluntaria o involuntariamente, no ya para vivir, sino para revivir, para releernos.

La vida tiene mucho de relectura, de recuperación del pasado. Nos reafirmamos y nos reivindicamos en lo que fuimos. Y muchísimas más veces para seguir siendo lo que éramos, que para enmendar nuestros pasos y no volver a tropezar.

En ocasiones, los recuerdos nos atormentan; se clavan como anzuelos en nuestro ánimo y nos arrastran hacia lo más negro y profundo de la angustia, sin que nos los podamos arrancar de las entrañas. Como si en el genoma humano todavía hubiese memoria del agua que nos acunó, en esos momentos damos vueltas y vueltas y mas vueltas lo mismo que hacen los peces para librarse del sedal.

En cambio, otras veces, nos tumbamos sobre la mullida hierba de los recuerdos para disfrutar de su contacto y hasta nos bañamos en su perfume para curarnos viejas o nuevas heridas que se resisten a ser cicatriz.

Somos funambulistas caminando sobre la cuerda floja de los días; tanteamos el abismo con las plantas de nuestros pies y, cuando nos inclinamos hacia el vacío, buscamos recuerdos en los extremos de la pértiga que, embargada por la duda, titila en nuestras manos, para reequilibrar el ánimo y dar un paso más hacia el final de la cuerda.



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