sábado, 23 de enero de 2010

Tordos en migración

José Joaquín Rodríguez Lara


ENTERAS, acuchilladas, machadas, a la ceniza, con naranja, con pimientos, carrasqueñas, picantes a la guindilla, negras de manzanilla cacereña, 'sevillanas' de Tierra de Barros o montaraces de bar: verdes, casi sin endulzar, con mucho caldo y poco aliño. Y este sólo es un pequeño muestrario, pues hay muchas más variedades. Las aceitunas -«una es oro, dos plata y la tercera mata»- cumplen a la perfección la receta de que no hay recetas, sino millones de versiones personalísimas de cada plato. Quizás sea este el secreto a voz en grito del arte culinario y la causa de que nos atraiga la comida más allá de la satisfacción de una necesidad perentoria. Comer es un placer que sólo se disfruta plenamente cuando alimentarse ha dejado de ser una urgencia.

Bien cierto es que, además de fraguas del sabor, las cocinas son templos del saber y que la prédica de las cocineras -que ganan, seguramente en contra de su voluntad, pero por goleada- y de los cocineros -que suelen tener mejores asesores de comunicación- causa adicción en unos paladares y repulsión en otros. Las papilas gustativas tienen memoria, nacionalidad y hasta autonomía, pero la gastronomía es un camino hacia el conocimiento, un puente que salta sobre las fronteras tribales y facilita la integración de los pueblos, una herramienta para la tolerancia y un modo pacífico pero irrefrenable de conquista. Las hamburguesas con cola -elija usted la que menos le guste- han hecho más por la América imperialista que el Séptimo de Caballería y la Sexta Flota con todas sus trompetas, misiles y marines en orden de revista.

Y no hace falta irse tan lejos para encontrar ejemplos esclarecedores. Hasta hace bien poco, España y Portugal eran dos hermanos siameses unidos por el dorso con un costurón a cruz y raya. Y justamente en ese punto de la dorsal en el que la espalda empieza a perder su casto nombre estaban, y aún están, Extremadura y el Alentejo. Dos regiones abundantes en trigos y escasas de pan, que alimentaban su parejo futuro con algo de café de contrabando y poca leche. La merienda transfronteriza llegaría mucho después, cuando las hondas sísmicas del bacalao dorado -que tiene su epicentro en Elvas y avanza con intensidad decreciente hacia el norte, el sur, el este y el oeste- ya había hecho más por la integración ibérica que todos los comisarios de la UE juntos. El bacalao y el 'vinho verde' y el marisco y 'la presa de secreto ibérico', que ya se ofrece hasta en 'casa Modesta', el más minúsculo y singular de los restaurantes existentes en Monsaraz, sí que hacen euroregión.

Cierto es que, aunque compartamos mesa y mantel y hasta las aguas del Alqueva, aún nos miramos de reojo. Los de este lado hablamos demasiado alto y los del otro siguen empeñados el aderezarlo todo con mucho cilantro. Nadie es perfecto. Aunque la mayor dificultad de integración transfronteriza son esas aceitunas que los portugueses ponen en sus 'acepipes', junto a la mantequilla, los fradiños -que otros llaman carillas y muchachinos con chaleco- y el cestillo del pan. ¿No hay otras aceitunas en Portugal? ¿No han probado los portugueses las 'machás' de Barcarrota?

La única integración que pueden propiciar esas aceitunas portuguesas -más enteras y recias que los propios 'acehúches'- es la de los tordos -estorninos, en los documentales de La 2-, que en cuanto las ven se vienen a España con tal de no tenerlas que comer.

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