jueves, 2 de enero de 2020

La arteria femoral de una ciudad con nombre de agua


José Joaquín Rodríguez Lara


Miles de años después del Apocalipsis, cuando los arqueólogos con escafandra rastreen con sus paletines y sus brochas los baberos del Cerro de la Muela, descubrirán que allí, junto al vado del río Guadiana, hubo una ciudad con nombre de misterio.


No se lo dirán las murallas de su alcazaba, convertidas ya en demolido polvorón de tapia, ni la fachada en esviaje -como si, avergonzada, huyera a esconderse- del ayuntamiento; tampoco lo verán en las piedras de la catedral, reutilizadas en no sé qué dependencias de algún inmueble ostentóreo.


Lo descubrirán en los restos de la relojería de los Álvarez Buiza. Al raspar el polvo acumulado bajo las estrellas, los mineros del tiempo se convencerán de que, en ese descansillo del Cerro de la Muela, en lo que fue la explanada del Campo de San Juan, existió una ciudad porque, justamente allí, hubo una maternidad de cronómetros, una clínica de instantes, un hospital de momentos, un sanatorio de relojes, un santuario del tiempo, un templo dedicado a Cronos, el dios respigador de los días.


Debió de ser un edificio principal al que se acudiría en peregrinación desde lugares lejanos, con la ilusión de darle cuerda al molinillo de la vida o, en el peor de los casos, con la esperanza de que, en una precisa operación a corazón abierto, manos expertas volvieran a darle vida a la cuerda del molinillo.


El coro místico del tic tac resbalaría por las paredes, en una catarata interminable, y del cielo bajaba el dios Cronos, en todo su esplendor, decidido a marcarle el paso a clientes, mercaderes, médicos, paseantes, políticos, tratantes, clérigos, militares, escribientes, leguleyos, artistas, truhanes y demás gente con reloj.


Tal vez, al pasar por el tamiz de sus cedazos la tierra arrancada al olvido, quienes profesan la arqueología encuentren la cadena de algún cronómetro de bolsillo a medio reparar; quizá hallen un jirón de lienzo con pinceladas sueltas que Adelardo Covarsí puso en el techo del santuario o el verso acompasado de un Manuel Monterrey caído ya en la soledad del bastón. Incluso es posible que, antes de que se hundan para siempre en la terrera de la excavación, los cirujanos de la memoria rescaten lágrimas sarcófagas de 'Asfalto', obra escrita por Carlos Buiza (Álvarez Buiza), o poemas irreductibles y desalentados de Jaime Álvarez Buiza, entrañable chinche de los chinches y, a la vez, tan humano que se reconoce instalado en la duda. Lo humano no es errar; lo humano es dudar.


¿Me pregunto si hago bien en separar estas dos afirmaciones, aunque sean erradas, con punto y coma? ¿No bastaría con una coma? Aunque, tal vez un punto sería más asertivo y actuaría como clavo de refuerzo en mi dictamen. En fin, ya me lo dirá Jaime (Álvarez Buiza). Salvo que el punto, la coma y su punta madre le den tres leches.


En la explanada del Campo de San Juan, bajo los cimientos del principal santuario del Cerro de la Muela, tal vez haya más páginas de 'Asfalto' y otras vidas, otros jaimes iconoclastas y más tic tacs, pero hubo un tiempo durante el que a esta ciudad con nombre de agua le daban cuerda en la relojería de los Ávarez Buiza que, aunque ya casi no se recuerde, fue un enclave estratégico en la arteria femoral de Badajoz.


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