jueves, 10 de diciembre de 2020

 Cuando padre estaba vivo


José Joaquín Rodríguez Lara


Retiro los troncos de rostros cuadriculados en carbones, recojo la ceniza, barro el suelo de la chimenea y busco en la pequeña leñera aledaña un leño que, por su grosor merezca el honor de convertirse en el palo mayor de mi nueva goleta. Él sostendrá las velas de la lumbre con la fortaleza suficiente para que, una vez más, el mañana amanezca entre dos trozos de leña con las caras blancas de ceniza y tatuadas al carbón. El mástil principal de la candela no inicia el fuego ni aviva las llamas, pero las mantiene a flote, las alimenta, las conserva vivas y es el testigo que, pasando de un día a otro, sostiene la hoguera desde los albores de la humanización hasta hoy mismo.

El fuego nos fascina seguramente porque, cual cordón umbilical, nos conecta con quienes fuimos. Somos hijos de la lumbre. Nos dio la vida. Nos alumbró, nos defendió, nos calentó, nos permitió cocinar nuestros alimentos, nos dirigió en las cavernas hasta los mejores lienzos de piedra y nos reunió y vertebró en torno a nuestras realidades y a nuestras fantasías. Él transformó el miedo en religión, la imaginación en leyendas, el roce en afectos, la madera, el hueso y la piedra en utensilios, hierbas, raíces y cortezas en medicina, las sombras en danza...

A veces se cita el 'invento' del fuego como uno de los grandes hitos que jalonan la marcha de la Humanidad desde la copa del árbol hasta las estrellas. No es exactamente así. Los seres humanos no inventamos el fuego. Ya existía en el vientre de la Tierra, en la boca y en la falda de los volcanes, en los rayos del cielo... En ocasiones, en vez del 'invento del fuego' se habla de su 'descubrimiento' y de su control. Tampoco me parecen expresiones acertadas. Descubrir la existencia del fuego no nos hizo más humanos. Ya teníamos ojos cuando lo vimos por primera vez. Y aprender a controlarlo, a evitar las dentelladas de sus fauces, más bien, fue un paso adelante, pero muy corto.

Lo que verdaderamente consistió en una revolución, equiparable al invento de la rueda, fue la invención del encendedor, luego llamado mechero, en honor a su vistosa mecha, y chisquero, seguramente por los chasquidos de la rueda dentada contra su piedra. Fue la posibilidad de hacer fuego cuando y donde quisiéramos -chocando pedernales, frotando palos o de cualquier otro modo-  lo que supuso dar un salto enorme hacia el futuro. Llevar el fuego dormido 'en el bolsillo' y despertarlo cada vez que lo necesitábamos puso en las manos de la familia homínida un enorme poder, una herramienta extraordinaria y, también, un arma devastadora.

Quienes dan preeminencia a la rueda, como la gran impulsora hacia la civilización, reconocerán que el invento más redondo surgido de manos humanas necesitó de la fuerza bruta, de la tracción personal o animal, hasta que el fuego acudió en su ayuda y se puso en marcha la máquina de vapor que dio origen a la Revolución Industrial. Y todo comenzó con la chispa extraída a un encendedor que dormía en el bolsillo.

Lo mismo ocurre en mi chimenea. Al cabo de la noche, entre los rescoldos del día suele quedar alguna brasa diminuta que da sus últimos estertores y, si acercas la palma de la mano, todavía percibes el suave calor de la ceniza; pero son los muñones del palo mayor los que, incluso pareciendo completamente inertes, conservan aún la memoria del fuego.

Arrimo, unos a otros, los troncos casi completamente consumidos, con la intención de que compartan sus miedos y sus fantasías, les doy papel o pasto seco, acerco el encendedor a sus entrañas y, en pocos minutos, mi velero de tierra firme despliega sus llamas para comenzar una nueva singladura. Puedo pasarme horas y horas y horas sentado en este barquichuelo de troncos, empuñando las tenazas como caña del timón, rumbo al puerto en el que me esperan quienes me precedieron en la marinería, quienes me enseñaron a acarrear la leña de encina, a apilarla en la leñera, a retazar las taramas, a montar la lumbre y a aparejarla con pucheros, sartenes, parrillas, cuentos, dichos y razones. 

"Cuando padre estaba vivo, todos para atrás, todos para atrás; y ahora que padre está muerto, todos para adelante, todos para adelante", decía mi padre cuando las llamas trepaban por el gaznate de la chimenea o las brasas apenas si asomaban entre las cenizas del suelo. Con el tiempo me di cuenta de todo lo que encierra la frase. Con un padre -o una madre, claro- que acarrean suficiente leña para convertir la candela en un volcán, hay que separarse de la lumbre. Pero cuando los padres ya no pueden mantener el fuego, no sólo hay que arrimarse a las brasas para enfrentarse al frío de la ausencia; es necesario dar uno o muchos pasos al frente para que podamos seguir llamando hogar a lo que corre el riesgo de quedarse en una simple vivienda.

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