La fruta de aquellos días y de aquellos campos
José Joaquín Rodríguez Lara
No eran albaricoques. Tampoco eran melocotones. Aunque a simple vista se les pareciesen. Eran albérchigas. El dorado fruto del albérchigo. La documentación informática actual asegura que la albérchiga era una suerte de melocotón. Pero la memoria del paladar lo rebate. Lo niega con vehemencia. Aquellas albérchigas no eran melocotones. Por más que antes de morderlas lo pudieran parecer.
Los albérchigos, al menos los albérchigos de mi niñez, eran árboles rústicos. De secano. Crecían sin orden ni concierto en las viñas. O entre las higueras. Cerca de las cercas de piedra seca o en mitad de los cercados. Todo lo más, junto a los regatos o en la proximidad de los estanques. De las albercas. Pero sin mimos ni atenciones. ¿Podaba alguien aquellos albérchigos? Nunca me lo pareció. ¿Les hacían los pies para proteger sus raíces? Jamás lo vi. ¿Los regaban? No. ¿Para qué? Ni los regaban ni los curaban contra las plagas ni les prestaban más atención que, llegado el momento, pasar con una cesta de mimbre, o de otras varas trenzadas, bajo sus ramas para recolectar los frutos que, motu propio, tuviera a bien dar cada albérchigo.
Cuando la fruta ya estaba en sazón o, incluso, antes, los muchachos también nos acercábamos a los albérchigos. Sin cesta pero con apetito. Cogíamos las albérchigas que buenamente podíamos, todas las que nos cabían en las manos y en los bolsillos, y allí mismo, o un poco más allá, nos las comíamos.
No era necesario pelar aquella fruta. Todo lo más se limpiaba un poco, restregándola contra la camisa, se le quitaba el polvo que pudiera tener y se comía sin navaja ni cuchillo ni tenedor. A mordiscos. En aquellos campos de mi niñez, allá en Barcarrota, mi pueblo, no había pesticidas ni insecticidas ni fungicidas ni otros cidas o venenos distintos a la necesidad de cada cual. Nada tenían aquellas albérchigas que fuese diferente ni más peligroso que las partículas de tierra y de vegetales que flotaban en el aire, se te metían en la boca y te las tragabas si que casi te dieras cuenta. Si tenías mucha aprensión, miedo a las enfermedades, enjuagabas la fruta en el agua del estanque, que nunca estaba más limpia que el aire que respirábamos. Bajo el chorro del caño. Si lo había. Así aprovechabas para refrescarla. Pero nada más.
Aquellas albérchigas eran un manjar. Dulce. Apetitoso. Aromático. Fragante. Al primer bocado, el abundante jugo de la albérchiga te desbordaba los labios y se deslizaba por el mentón buscando refugio en tu camisa.
Con el tiempo, los melocotones, ligeramente más robustos, pero también mucho más insípidos, colonizaron los mercados y los albérchigos y las albérchigas dejaron de tener su lugar en los cercados. Se perdieron. Desaparecieron físicamente, al mismo tiempo que se esfumaba la niñez que recorría los campos y se bañaba, en calzoncillos o completamente desnuda, en los estanques de las huertas.
Ya no quedan albérchigos en los campos. O son muy escasos. Albérchigos de verdad. Si acaso, su lugar ha sido ocupado por algunos melocotoneros. Así que las albérchigas, aquellas albérchigas de mi niñez, maravillosas, exquisitas, montaraces sólo perviven en la memoria de los paladares. Y no en todos. Eso sí, sin que nadie las riegue ni las abone ni les preste otra atención distinta a la que emana de la mera añoranza.